Qué difícil es acudir a ver una película sin opiniones preconcebidas. Me encanta llevar los deberes hechos, pero con ciertas cintas llego al cine con un exceso de información/ manipulación. Célebres protagonistas,
director de culto,
guionista estrella,
novelista mítico, 13 nominaciones a los Oscars, batacazo en los Globos de Oro, críticas positivas, críticas negativas,
comparaciones odiosas, comentarios de amigos... Cuando las luces se apagan y comienza la proyección, no es fácil limitarse a disfrutar de
El curioso caso de Benjamin Button. Si todavía no la habéis visto y verdaderamente os interesa os recomiendo que dejéis de leer
aquí y
ahora.

La historia ya la conoceréis: el niño que nace viejo y rejuvenecerá hasta el final de sus días. Si durante el primer cuarto de hora te preguntas cómo puede un bebé nacer con achaques de octogenario, lo ideal es que abandones la sala. Los próximos 150 minutos no son para ti.
El curioso caso de Benjamin Button es una fábula, y como tal tiene un mensaje: su protagonista está ahí para que el resto nos paremos a reflexionar en nuestro viaje hacia las arrugas, las manchas de la edad, la aspereza de la piel y el olvido. También para mostrarnos con melancolía lo frágiles que son las relaciones humanas, lo difícil que resulta atrapar ese instante de conexión con otro ser humano. Su director, el gran
David Fincher, abandona aquí su habitual oscuridad para firmar una joyita de realismo mágico, prima carnal de
Big Fish y
Forrest Gump. Esto, que los más revanchistas ven como un defecto, es motivo de alegría para todos aquellos que disfrutamos con esa cualidad que en el cine tanto escasea -el
encanto.
Benjamin Button es una maravilla de la técnica y un grandioso cuento que guarda mil cuentos pequeños en su interior. En su contra sólo puede decirse que hay frialdad en pasajes que piden calor, como la muerte de algunos seres queridos o los primeros (des)encuentros de la pareja protagonista. Esta frialdad juega a favor de Brad Pitt, muy correcto, y más en contra de su
partenaire, una Cate Blanchett que no enamora tanto como sabemos que podría. Sin embargo, tras el largo metraje es de agradecer que la película evite caer en el exceso de azúcar (¡sería tan fácil!), aunque reserva para el desenlace las mejores cucharadas. Finalmente, el huracán Katrina nos devuelve al presente, a la triste realidad que todo lo arrasa, como el vendaval que borra la memoria de la saga de los Buendía al concluir
Cien años de soledad.
Ay, el realismo mágico...