Deambulaba por la Fnac, en Alicante. Echaba un vistazo a unos discos sin buscar uno en particular. Andaba distraído hasta que sintonicé con la conversación de dos dependientas no muy atareadas. Hablaban sobre la última película de Woody Allen,
Vicky Cristina Barcelona, y una de ellas tenía una teoría de lo más apocalíptica: no iría a ver la película porque estaba segura de que no era más que un encargo de la oficina de turismo de Barcelona. Ahí queda eso.
Vicky Cristina Barcelona no es, desde luego, un publirreportaje con firma de prestigio. Es, como todas las películas europeas de Woody Allen, una película que formalmente no tiene mucho que ver con el resto de su obra, aunque comparte espíritu con
Manhattan o
Hannah y sus hermanas. La máquina de escribir del neoyorkino no envejece. Ha sabido conservarla como nueva cambiando de aires y rodeándose de actores más jóvenes que Diane Keaton en
Annie Hall. Jóvenes, carismáticos y atractivos: Rebecca Hall (Vicky), Scarlett Johansson (Cristina) y Javier Bardem (¿Barcelona?), además de Penélope Cruz irrumpiendo en mitad de la función para robar todos los planos. Con todos sus defectos,
VCB es fresca, sensual y marcadamente mediterránea gracias a una fotografía cálida y sugerente... y gracias a Barcelona, claro. El señor Allen no huye de los puntos turísticos, pero no vende por ellos su estilo. ¿Cuántos planos generales? Pocos. Casi todo medios planos, planos cortos, centrados -como siempre- en lo que importa: sus personajes. Y allá al fondo la Sagrada Familia, el Hospital de San Pau, o el MACBA mientras Cristina toma un café en una de terracita del Raval.
Sí,
me encanta Barcelona. Por gustarme me gustan hasta sus campañas institucionales, aunque todavía no he decidido si me gusta
la última. Entiéndeme bien, es juvenil y cercana, pero me gustaría saber que el nombre y la imagen no llegaron de Holanda.
Venga, perdóname la maldad. Además, hay gente mucho más dura, como los doce escritores catalanes que firman el libro
Odio Barcelona, un ataque frontal contra la ciudad de los turistas, los erasmus y las hordas de modernos. La reseña de la obra y su
MySpace desprenden un corrosivo desprecio hacia "la mejor tienda del mundo".

Curiosamente, hace unos pocos meses leía en
una revista un reportaje de
Javier Pérez Andújar sobre la Barcelona perdida, la Barcelona preolímpica que -dice- era más pesimista y
underground, pero también menos aséptica. Nunca tan lujosa, pero al parecer con un orgullo de clase obrera que no sobrevivió a
Cobi. ¿Nostalgia de tiempos peores? ¿Piensan los Barceloneses que perdieron su alma a cambio de convertirse en "la millor botiga del món"?
Yo, como comprenderás, no puedo tener esa nostalgia ni el rencor reivindicativo de
Odio Barcelona. Mi visión, al final, se parecerá más a la de Woody Allen, y supongo que por eso su película me dejó una sonrisa. Somos, como tantos, visitantes ocasionales a quienes de pronto les apetece volver y tormarse una
Moritz en esa terraza del Raval.
Y más ahora, que Vicky y Cristina esperan.