Pensé que el maldito lunes había terminado. Salí de la agencia cabizbajo y entregado a la idea de que el martes tampoco sería mucho mejor. Caminé hasta la estación meditando sobre mi vida, pensando en los pequeños y grandes vacíos, fantaseando sobre la idea de ganar el
Euromillón y mudarme a la Toscana donde, entre viñedos, conocería el auténtico significado de la vida y a mi amor verdadero. Bien, tal vez era mucho pedirle a la vida, pero en el aburrido camino hasta
Renfe la
insatisfacción escribe sus propios reportajes en las páginas de
Man at his worst.
Finalmente llegué a mi vagón y busqué un lugar junto a una ventanilla. El asiento a mi lado estaba desocupado, y normalmente lo prefiero así. Saqué un libro y mi
mp3 y me dispuse a sobrellevar otro viaje en tren igual al de ayer, al de mañana. No contaba con que alguien se sentaría a mi derecha.
Apareció en el vagón con su
rebeca granate, su camisa a cuadros y los pantalones grises a escasos centímetros de las axilas (¿dónde demonios compran los viejos esos pantalones?). La prueba del Carbono 14 calculó unos 80 años de edad. Me saludó al sentarse conmigo y, sin más ceremonia, pasó a advertirme sobre los peligros de leer en el tren y, cómo no, de usar auriculares. Pensé que sólo pedía un poco de atención y, como cuesta poco hacer feliz a un anciano, le di lo que quería. Me habló de una novia -otra octogenaria- a la que había visitado. Después pasó a hablarme de sus hijos y sus esposas. A continuación me preguntó si tenía novia y divagó sobre lo bonito de tener pareja. "Yo he tenido muchas novias", dijo. Hasta aquí, todo normal. "Una vez incluso me lié con una madre y con su hija".
¿Perdón?
Me quedé descolocado y, sin embargo, no pude resistir la tentación de curiosear. No tardé en arrepentirme. El viejo comenzó a hablar de aquel, digamos, "triángulo amoroso". Se saltó detalles
banales y fue a lo que le pareció más importante: la niña sólo tenía 13 años. "Desde los 13 hasta los 20, siete años". Era oficial: me sentía incómodo. Me removía en el asiento mientras el (¿por qué no decirlo?)
pedófilo puntualizaba que todo fue con consentimiento, que la chica "se bajaba las bragas si yo le hacía otros favores". Con tanta naturalidad (¿
senilidad?) lo decía que pasó de eso a advertirme sobre la importancia de no "dejarlas en estado". Parecía muy ducho en la materia, y no perdió ocasión de darme algunos consejos sobre anticonceptivos naturales. "Hay que escuchar, es importante escuchar, tenéis que aprender", repetía. A continuación pasó a detallar un método que él encontraba infalible, y en el que combinaba la masturbación previa al acto con el uso de no sé qué fruta durante el mismo. A esas alturas yo ya codificaba su relato como aquellas películas de Canal +.
Créanme que no me interesaban esa clase de remedios caseros, y mucho menos imaginarme en pleno acto sexual a aquel hombrecillo arrugado, con restos de baba en las comisuras de los labios y pelillos
asomándole por todos los orificios de su cabeza. El "venerable anciano" seguía encadenando expresiones como "hacerse una paja" o "echar un polvo" mientras yo le contestaba con forzada indiferencia esperando así matar su lección magistral.
Por suerte para mí, su viaje no fue muy largo. Recuerdo que se despidió exigiendo casi cierta gratitud por la sabiduría que había compartido conmigo. "Hay que escuchar, es importante escuchar, tenéis que aprender", repetía mientras atravesaba el pasillo del vagón. Se marchaba feliz el viejo salido, dejándome a mí perplejo al comprobar cómo la vida tiene formas verdaderamente impredecibles de ponerle fin a un lunes infame.